Nuestra aventura marroquí sigue por Chefchaouen, uno de los lugares que Mariano me nombraba hacía meses. Para llegar allí tomamos un autobús, desde Tánger, en una empresa bastante “gringa”. La mayoría éramos turistas. Nuestro vehículo era moderno y con aire acondicionado, 45 dirhams para un viaje de 3 horas en un serpenteante camino que se adentraba en las curvas del Rif.
Al llegar, lo primero en pegarnos fue la nostalgia por la brisa marina que climatizaba tan bien Tánger: estábamos en un horno! Lo más parecido a una siesta riojana en enero, ni un alma en la calle y el sol azotando paredes y calles. Pasaron largos minutos hasta que un taxi se animó a pasar. Queríamos compartir el viaje con otra pareja, pero los astutos choferes decían que sólo podían llevar tres personas. Fuimos entonces solitos hasta la entrada de la Medina, montaña arriba (incaminable por la distancia, las mochilas, el sol). El taxi se detuvo en el llamado “parking público” de la plaza Debnat Elmakhzen y allí quedamos a merced de un nuevo Abdul que no tardó en aparecer, pero lo desanimamos rápidamente. Para cuando terminamos de huir de él ya estábamos dentro de ésta mágica Medina donde todo es azul… «como el mar, azul», pero en la montaña!
Paredes, puertas, ventanas, piso. Los estrechos pasillos y lo alto de las construcciones sobre la montaña hace que allí dentro se mantenga un clima casi agradable y ver todo azul también ayuda a que no encandile el sol. Creo que la razón del azul, así como luego vimos en otras ciudades es que las familias judías pintaban sus puertas de azul. Hoy el tono y los colores también distingue cuales son propiedades de extranjeros. Pero también nos llegaron explicaciones un tanto “alternativas” como que el color espantaba a los mosquitos o que el azul se debía a la paz… (¿?).
Casi por descarte y cansados de girar en falso en ese laberinto celestón, encontramos una posada acorde a nuestro bolsillo, pese a las pulguitas que me comieron por la noche. Luego, sin equipaje a cuestas, salimos a recorrer un poco de la medina. El resultado fue conocer casi todos los rincones porque nos perdimos y querer volver al sitio de partida nos llevó por todos lados. Nos tomó un par de días ubicar el camino más fácil que nos llevara a la plaza (y nos regresara al hogar). La Plaza Uta al-Hammam es el corazón de esta medina azul. Están los bares y restoranes prolijamente ubicados, con unos tipos que tienen como única misión en este mundo atrapar clientes. Nosotros nos dejamos seducir por “Juan Carlos”, el nombre que le eligió Mariano al no poder recordar su identidad real. Allí dimos nuestros primeros pasos en la cocina marroquí, o debería decir primeros bocados? Las aceitunas son las mejores del mundo, y nos las brindaban como servicio de mesa, ni bien nos sentábamos ya teníamos nuestro platito de estos bomboncitos verdes y una canasta de pan… Empezamos lentamente a padecer las reglas del Islam contra las bebidas alcohólicas, una cerveza hubiera sido la compañía ideal de ese aperitivo!
Las tiendas de productos típicos están coloreando cualquier rincón, celosamente custodiadas por marroquíes que ladran ante el intento de una fotografía, pero algo pudimos arañar.
Una tarde nos preguntamos qué era ese edificio frente a los de Juan Carlos, mientras masticábamos las carnosas aceitunas. Era una Kasba, y por unos pocos dirhams podíamos entrar a conocerla… Si bien no valió ni la mitad de su precio, pasamos un buen rato entre árboles (inexistentes en el resto de la medina), y conociendo un poco algunos detalles de la cultura original de la zona. Por ejemplo los rituales de bodas: la novia, por lo general una niña, es llevada al sitio de la unión por sus familiares en un palanquín… Lo más parecido a una jaula que vi. Como si casarse con alguien desconocido no fuera simbólicamente suficiente!
Por fuera de la medina y su tranquilizador y refrescante colorido, está la ruda montaña.
Por allí se puede llegar a las famosas plantaciones de hachis, el más codiciado tal vez. Se puede llegar también hasta una mezquita antigua, hoy abandonada. Se pueden encontrar niños que andan despreocupados y bromeando aunque sea el costado de la ruta. Pícaros sonríen para la foto y a continuación con la mejor cara del Gato con Botas de Shrek te piden un dirham. Hay un arroyo que baja correteando entre las piedras y brinda el agua para, entre otras cosas, el lavado de la ropa. Las lavanderas se pasan el día fregando y secando, algo escondidas del sendero. La labor sacrificada, disimuladamente escondida del sendero turístico, sumisas bajo el sol, me trae algún recuerdo de la rutina laboral.
Me recuerda sensaciones ya casi superadas. Eso también es “la vida”. Mi vagar por pueblos y culturas hasta ahora desconocidos pero alguna vez soñados, también es “la vida”. No soy de las que se quejan del ritmo atropellado de la gran ciudad, si bien me quejé de muchas otras cosas de la vida en Buenos Aires. Creo que el ritmo lo pone cada uno, si bien la contaminación sonora y visual de la jungla de cemento no colabora a la relajación mental, uno mismo le puede poner un límite a la penetración de todo eso en la mente. Cualquier recurso es válido, yo generalmente me “aislaba” de todo ese tumulto de estímulos con los auriculares y música o algún programa de radio que me hiciera reír. Entonces me gustaba desentonar con mi entorno refunfuñante sólo por estar sonriendo por la calle.
Lo que busco con este viaje es tener más amplia mi carta de recursos para hacerle frente a la urbe, donde seguramente regresaré algún día. Paseando por Chefchouen, silenciosa, apacible dentro de su burbuja azul, o bajo el sol abrazador del camino de montaña, me sentí feliz. A gusto. Quizás por mi raíz tan conectada con los altos picos rocosos, pero ahí estaba condensado todo lo que quiero. Caminar y poder escuchar el sonido de mis pasos porque mis pies presionan piedritas, la tierra, que responde a cada movimiento que hago. Así es más fácil (y placentero) sentirse en comunión con el mundo que nos rodea. Este es el tipo de lugares que a mi me gustan! Aunque haga calor hasta en la sombra, aunque el agua fría salga caliente (y viceversa). Aunque no brinde las posibilidades económicas de una capital… si puedo escuchar el sonido de mis pasos, me gusta!
QUIERO IR!!!! FELIZ NAVIDAD A LOS DOS CHICOS!!
Gracias!!! Felicidades a Uds! Besos!
Me encantó el relato!! y el final… te estás poniendo cada vez más poeta en esta hazaña!!
Ter quieroo!
Naaa, me re cuesta escribir «lindo», esto fue una excepción por el momento y el lugar 😉
Yo tb te quiero sra hermanita!
[…] montañosas del Rif y los brazos de la cordillera del Atlas dieron marcos únicos a pueblos como Chefchauen o Uorzazate. Como compartimos, de lados opuestos, la costa Atlántica, el viento y la fresca brisa […]