“No es natural!” dice Mariano, y eso explica el sudor que discurre por sus manos. Estamos despegando en un avión que nos llevará en poco más de una hora desde Buenos Aires a Mendoza. Y sí, puede ser que tenga razón, pero las cosquillas en la panza por la inercia me hacen reír más que preocupar, y eso no ayuda a su tranquilidad. Pero no, no hay mucho de natural, somos unas 100 personas, contando a la tripulación, el pasaje y Patricia Palmer, encerradas voluntariamente en una especie de tupper de plástico y (espero) algunos otros materiales más, propulsadas por unos cuetes a cientos de kilómetros por hora en el aire. Toda esa maravilla de la ingeniería para llegar a la tierra del sol y el buen vino, Mendoza…
Nos recibió un hermoso clima que prometía primavera (justo lo que iba a buscar) y Susana, que nos llevó del aeropuerto al centro de la ciudad porque sabe mucho de recorrer la provincia a dedo (sí, apenas nos bajamos del avión sacudimos el dedo). De allí por esas cosas de la vida que ni nos atrevemos a cuestionar, pasamos la tarde con Edi, Blanquita, Antoine y “El Gigi”, descorchando el primer tinto a escasas horas de tocar tierra firme. Escuchando historias insólitas sobre Estados Unidos, México, y lamentando/agradeciendo lo argento de la Argentina.
Nos merecíamos un buen descanso. En la última semana habíamos sacado a luz el primer número de OTRO MAPA, una publicación ideada entre amigos, construída con muchas manos, y expusimos en Buenos Aires nuestra muestra de fotos (o parte de ella más bien) “80.000 kms – Fotos de una Vuelta al Mundo” en la Facultad de Sociales de la UBA… se escribe tan sencillo todo eso… pero fueron un par de meses de mucho esfuerzo.
Un domingo por la mañana llegamos bien temprano a una de las preciosas cabañas de Las Margaritas en Potrerillos. Cerros por aquí, dique por allá, un río correteando por los pies, un perro que nos trae un palito para jugar y el increíble paisaje del Cordón del Plata. No pedíamos nada más, la rutina había quedado atrás.
Por la noche llegó el bonus, la luna roja por un eclipse total en pleno prime time argentino. Me abrigué lo más que pude para saludar a chandra, lo cálido se fue con el sol, desde ese momento y por el resto de los días fue todo frío y mucho gris. De a poco el planeta hacía que se opacara la brillante luz. Inhalamos. La luna quedó a nuestra sombra, el color rojizo hizo que toda la noche floreciera, aparecieron entonces las estrellas más tímidas, las escurridizas, las que se fugan apenas las señalamos. El campo entero jugó a nuestro favor. Exhalamos. Vine a esto. A resetear las referencias, porque en la vorágine naturalizamos conductas nocivas, pensamientos negativos, locuras ajenas. En cambio esto… esto sí es natural, muy natural. Super natural.
Relajados, reenergizados, archi entusiasmados, al día siguiente nos encaminamos hacia los caminos de Alta Montaña. Una serie de caminatas, dedos y bus, nos dejó luego de unas horas de detallado recorrido en el parador Puente del Inca.
Nadie puede explicar muy bien cómo se formó. Hay cosas que la montaña da, como las aguas termales azufradas que siguen tiñendo el paisaje. Hay cosas que la montaña recibe, como los baños que se construyeron o la vieja capilla. Pero hay cosas que la montaña rechaza: en el año 1925 se levantó un hotel estratégicamente ubicado para que cierta gente pueda bañarse en las bondadosas aguas… cuarenta años después la montaña se lo sacudió de encima con una avalancha. Me imagino su sentencia, sin sudor en las manos, con convicción: “Esto no es natural”.
Algunos kilómetros se caminan hacia adelante, y otros hacia atrás, los caminos como la vida misma. Teníamos un breve espacio de tiempo hasta que el bus volviera a pasar de bajada. Y dependíamos de él, ya que los despiadados conductores no se detenían a nuestra señal.
En el trayecto entre los Penitentes y el Puente del Inca se encuentra el solemne Cementerio del Andinista. Y es que de cerca observa el gigante de Sudamérica, el Aconcagua, donde más de un centenar de montañistas ya dejaron la vida en busca de la cumbre. Algunos de ellos (y de los que pudieron ser encontrados) y otros amantes del andinismo descansan para siempre allí. En silencio, en paz, custodiados por los cóndores, abrazados por la nieve. Como una paradoja, el acceso a este mausoleo improvisado y natural es difícil. Luego me entero que ningún ejecutivo de la provincia se ocupa de mantenerlo, y son los mismos montañistas y rescatistas quienes a buena voluntad hicieron lo poco que se ve. Un proyecto de ley junta polvo en algún escritorio mientras el hielo cubre, una vez más, a los Hijos de los Andes.
Desde hace meses estábamos aplastados a la rutinaria vida del nivel del mar. Donde uno camina y habla al mismo tiempo o se da el lujo de apurarse y atropellar al reloj. Subir por la Cordillera nos devolvió la pausa. Si buscás aire para tus pulmones, aquí te lo tenés que ganar, el aire no se respira, el aire se mete y hay que saber respetar su ritmo. Hay que darle prioridad, por eso el silencio. Cada paso a conciencia, ya mirando los pies, ya atajando el sol que brilla y no calienta, pero quema. La luna se prende y se apaga en el cielo, “ahora la ves, ahora no la ves”. Las estrellas van y vienen, pero en realidad ya no exiten. Entonces nada es lo que parece. La naturaleza juega al ilusionismo con nosotros y se divierte cuando escucha que creemos entenderla.
CONTINUARÁ…
Disfrutamos de la cálida hospitalidad de Edi y Blanquita en sus maravillosas cabañas Las Margaritas, en Potrerillos. No dejen de visitarlos!
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