«Estoy fusila-» no terminé de quejarme por el cansancio del día y ya estábamos en la cocina de Raquel, que nos fría unos patacones. Así terminaba un lunes por la noche en Jardín.

Pero esta historia comenzó el viernes previo, con un precioso e intenso viaje de postas a dedo. Colombia es difícil para el dedo, pero salimos de Caldas con toda la actitud y llegamos caminando hasta lo que nosotros decidimos que era la salida de la ciudad. A los 15 minutos Camilo nos decía que tenía que dejar unas máquinas en una mina de carbón y luego nos podía llevar «un poco más allá». Eso fueron como 40 km de bonus que hizo hasta Bolombolo, entretenido por la charla viajera, y de copado que es, básicamente. Lo terminó de demostrar cuando nos invitó unos jugos de lulo y nos regaló una bolsa de mamoncillos, un fruto característico de la zona, aquí un antes y un después  para mi paladar!

Cruzamos Bolombolo y el puente del Río Cauca caminando. La charla para pasar la espera de nuestro siguiente príncipe azul se tuvo que alargar al menos una hora más. Pedro es el nombre que decidimos darle al chofer de una camioneta despachadora de gas, un poco para proteger su identidad ya que tiene prohibido por su empresa levantar gente en el camino, y otro poco porque  no recuerdo bien si ese es… o podría ser su nombre.

El aventón fue hasta el siguiente pueblo, Hispania, o mejor dicho, hasta unos metros antes, para que nadie lo vea descargándonos! Dejamos atrás Hispania, también caminando y sorprendiendo a los vecinos, y ahí llegó el mejor viaje de todos. Fabio-Nelson paró su camión de acoplado largo y cargado con costales de vaya uno a saber qué, y nos hizo señas para que subiéramos arriba… «¿Arriba de dónde?» fue mi pregunta. De la carga, era la respuesta que temía y a la vez esperaba. Viajamos como reyes de la ruta, con una vista privilegiada de un paisaje cautivante.

Chochera en lo alto de la ruta

Chochera en lo alto de la ruta

Nos bajamos en Andes, agradecidos de la vida y rompiendo un poquito (más) la ropa, pero felices. Cruzamos Andes también a pie, por suerte los pueblos de por allí son pequeños! Comimos unas papas rellenas para festejar el éxito del viaje y empujando el último bocado llegó nuestro último chofer. El Dr. Jaime iba hacia Jardín a hacer la guardia de la noche. Obviamente no me bajé del auto sin el teléfono del coordinador de personal del Hospital de Andes, y llegados al nosocomio de Jardín, el Doc nos invitó a una visita guiada. Excelentemente organizado, bien equipado, siendo de un primer nivel simple. Limpio como nuevo aunque es «el Hospital de siempre». Nos presentó a los jóvenes médicos que estaban allí y la enfermera, y hasta nos dio una mano con las primeras averiguaciones para hospedarnos.

Después de despedir a mi colega, nos fuimos hacia la plaza principal para ver los hospedajes hasta que un hombre nos habló de lo que estábamos buscando: Selva y Café, el hostal de Alexandra, nuestro contacto de Couchsurfing. En la plaza hay internet wi-fi gratis, así que pudimos confirmar que ella aceptaba nuestra visita y nos recibiría un par de noches. Todo redondo!

Un cafecito colombiano escuchando unos tangos argentinos

Un cafecito colombiano escuchando unos tangos argentinos

Al día siguiente, renovados, encaramos el desafío de encontrar la Cueva del Esplendor por nuestra cuenta, sin guías, ni caballos, ni mapas, nada. A penas las indicaciones de Alexandra y otros lugareños. Luego de más de 3 horas de caminata por senderos sospechosos, fangosos, hermosos, el resultado fue dos argentinos perdidos en medio del monte colombiano. Por suerte encontramos una casa y una persona a quien preguntarle a dónde estaba la bendita cueva. Nos dijo que nos quedaban al menos 2 horas más de caminata. Ya era bastante tarde, por lo que los cálculos del tiempo para llegar y regresar no nos cerraban. Teníamos que bajar los brazos rendidos y regresar sin más. Ese día no conoceríamos la famosa Cueva…

En el camino equivocado, pero contenta ;)

En el camino equivocado, pero contenta 😉

En el camino de regreso nos encontramos con un tipo, un parcero, que nos regaló unas bananas y nos mostró un desvío para el mirador Cristo Rey a donde llega el teleférico y se tiene la panorámica del pueblo entero. Allí descansamos por un largo rato, cada vez más convencidos de que estábamos en uno de los pocos lugares del mundo donde nos quedaríamos a vivir, al menos por un buen tiempo.

La vista del bello pueblo, Jardín

La vista del bello pueblo, Jardín

La caminata nos agotó. Al día siguiente sólo nos permitimos descansar y recorrer un poco el pueblo. Pero nuestra misión estaba pendiente, queríamos encontrar la Cueva del Esplendor!

Profundizamos en las investigaciones acerca de cómo llegar sin excursiones y salimos muy temprano el día lunes para subirnos en el centro del pueblo a un jeep que se montaba rumbo al Cerro Amarillo. Nuestra parada era en el «Alto de las Flores», junto a las antenas. Desde ahí hay un camino mucho mejor para seguir fácilmente, no por ello libre de lodo y fuertes «signos» de ganado vacuno cercano. Hay también varias casas donde preguntar para asegurarnos que vamos por buen camino 😉 .

Muy alto!

Muy alto!

Fueron otras 3 horas de caminata, mucho menos exigente ya que estábamos en lo alto y no se podía subir mucho más. Caminábamos por el filo de los cerros. Teníamos vistas impresionantes del pueblo y los valles alrededor.

Por fin llegamos al punto clave, «la casa naranja». Todos nos decían que debíamos encontrarla para saber que ya estábamos cerca. En teoría, esta finca se cansó, o se avivó, de ser el paso casi obligado para llegar a la cascada y cobra una tarifa de 3 mil pesos colombianos por persona (6 si van a caballo). Nosotros pasamos sigilosamente, no apareció nadie y seguimos camino 😀 .

Cada vez más cerca...!

Cada vez más cerca…!

Esta es la tan ansiada parte del paseo en que uno entra a un bosque. Aquella «advertencia» de que el camino es tan bueno o más que el destino no podía ser más acertada. Nos movimos con mucho cuidado, poniendo los pies donde los sintiéramos más seguros, agarrándonos de plantas y raíces, esquivando arácnidos y sus construcciones de seda. Como prueba final para ganarnos el Gran Premio había que cruzar el último río. El río que sabíamos que caía por la cascada y salía de la cueva nos daba un adelanto: el agua estaba helada! Cruzamos lo más rápido que pudimos sin caernos pero sin entumecernos del todo los pies (nota mental: que bueno sería hacer estas cosas con botas para el agua, no?). Sorteamos un par de obstáculos más, no con tanto éxito, como se apreciará en uno de mis pies completamente negro de barro, y por fin llegamos… la vimos… la sentimos…

La Cueva del Esplendor... sin más palabras

La Cueva del Esplendor… sin más palabras

La disfrutamos muchísimo. Era un triunfo muy grande tenerla en frente. Habíamos visto esa foto perdida por ahí, no tenía mucha prensa, nadie que nos cruzábamos sabía siquiera de ella, averiguamos dónde estaba y como llegar, llegamos a dedo, la buscamos, nos perdimos, la volvimos a buscar y nos la merecimos.

Párrafo aparte para nuestro afán de vivir en Jardín… Nos pusimos a consultar en cada comercio amigo, sí, quedándose más de tres días ahí uno ya es amigo de medio pueblo. Queríamos conseguir trabajo… «muy difícil por aquí  era la respuesta unánime. Fui al Hospital a enterarme de la burocracia detrás de la validación del título para ejercer en Colombia y también supe que podría ganar el mismo dinero viviendo en ese lugar tan bello de lo que ganaba en Buenos Aires… y ni siquiera pregunté cuánto gana un especialista!

Una especie de piropo?

Una especie de piropo?

Con la chance frustrada de ser unos paisas más en Jardín, pero muy realizados de haber conseguido nuestra meta de llegar a conocerlo y estar en la Cueva del Esplendor, después de un par de noches donde Doña Raquel, abandonamos este bellísimo pueblo antioqueño. Queda en mi mente y mi corazón como uno de los lugares más hermosos que conocí.

Un jardín en Jardín

Un jardín en Jardín

Sobre El Autor

Soy Vito. De raíz riojana y treinta y pico de años. Viví también en Córdoba, Mar del Plata, Buenos Aires. Viajé por Nueva Zelanda, Cuba, Italia, Bolivia y otra veintena de países más. Pediatra de vocación y formación, y en los ratos que me hago entre el trabajo “serio” trato de aprender algo nuevo (tejer, cocinar, fotografiar, hablar otros idiomas, lo que sea). Amante del yoga (a.k.a. “profesora”), curiosa ayurvédica. Estudio y trabajo con la salud y la enfermedad, pero a mí lo único que me curó fue viajar. Una vez sentí que era hora de poner los pies en la tierra… y lo tomé demasiado literal, quizás.

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