Essaouira era también un lugar altamente recomendado ante la sola mención de que íbamos a venir a Marruecos. Siempre quedará en un lugar especial de mi corazón por ser el reencuentro con el Océano Atlántico. Hacía siete meses que estaba viajando, pero hace como tres años que no piso una Costa Atlántica, así que esperaba con ansias volver a verla. Parecía no guardar ninguna sorpresa: como en Mardel, lo primero que sentí fue frío! Nuestro primer gran día en la playa luego de los calores extremos del desierto fue un nublado profundo con chubascos intermitentes pero intensos. Gasté fichitas de indignación con esto sin saber que a la vuelta de la esquina, o mejor dicho al otro día, Essaouira nos deparaba algo mucho pior.

Nos levantamos muy tarde, como soñábamos hace días, vimos con alegría que el sol brillaba en el cielo, aunque permanecía algún frescor que nos hacía entender que no era el rigor del islam lo que nos iba a mantener vestidos en la Costa. De todos modos, cámara en mano, fuimos a ver el mar y pasar un día a pasitos de las olas. Ni bien dimos un paso fuera de la Medina, donde nos hospedamos, algo llamó poderosamente la atención de Bugayo… «mirá el agua!!!». Todo el mar que teníamos a la vista era un asqueroso revoltijo amarronado – rojizo que nada tenía que ver con el mar verdoso – gris que habíamos visto en la igualmente gris tarde anterior. No lo podíamos creer, así que nos acercamos todo lo que fue necesario para confirmarlo: sí, era un asco! Le preguntamos a un lugareño que nos invitaba a gozar de una de las sombrillas, y nos dijo casi como si estuviera hablando del precio de los tomates, que era porque el mar se mezclaba con el fluido de los desagues… ! Y mientras tanto veíamos a un gringo zambullirse de lleno en ese mar de mierda.

no dan muchas ganas, no?

no dan muchas ganas, no?

Hacia la izquierda de la Medina se forma como una gran bahía, encerrada por escolleras, así que nos fuimos hasta el otro costado, sobre una de las torres que se mantienen de la antigua fortaleza, desde donde se ve el mar abierto hacia el infinito y más allá. La imágen era la misma, agua chocolatosa dando contra las rocas… las gaviotas miraban el escenario de su almuerzo con una expresión de desazón y tal vez pensando en la oportunidad de hacer la dieta de la luna. No fue tanta la decepción por el frustrado chapuzón sino porque veníamos antojados con la comida de los productos de la mar frescos que podíamos tener allí. En efecto, hay una gran variedad de puestos que venden la pesca del día con la fabulosa metodología de la parrillada marroquí: usted elije su bicho, nosotros lo tiramos a la parrilla! La verdad que viendo el color del agua y suponiendo su composición, pocas ganas daban de degustar la pesca del día. «Tal vez los traen desde mar adentro, donde está limpio» suponía inocentemente Mariano, pero con el correr de las horas vimos a un señor venir caminando directamente de entre las piedras con su bolsa llena de pescados y mariscos, y hasta uno de los mozos de un paquete restorán iba a tirar la línea con la carnada en lo que sería el patio del local. Los barquitos que se juntan en el puerto, tan pintorescos para las fotos, están muy destartalados como para suponer que se van muy lejos a tirar redes… no, ese pescado salió de esa agua, y yo no sé si tiene mucho que ver pero la mente me impedía comer eso. Seguramente he comido cosas provenientes de lugares iguales o peores, pero esta vez lo estaba viendo!

Por las noches siguió lloviendo, lo escuchamos no sólo en el romántico golpetear de las gotas en la ventana o el techo, sino por los chispazos que daba una de los postes de electricidad del frente de nuestro albergue donde una maraña de cables se malhumoraba por el agua que le caía.

La situación fluvial y cloacal de la ciudad hizo que nuestros paseos sean en un barro un poco hediondo, pero nos adaptamos y nos aventuramos en todos los rincones de la Medina. Como en Fes, encontramos el orden en el caos: vendedores de pan en los primeros cinco metros, vendedores de aceitunas los siguientes cinco metros, manteros con zapatillas y camperas abren el paso a la galería de textil e indumentaria, donde abundan las ojotas de todo tipo y las camisetas de fútbol de dudosa calidad. Si estamos atentos a los costados, descubrimos pequeños pasillos que son la entrada a pequeñas plazas internas donde tenemos más mercados, uno de peces, menos pintoresco que el cercano a la costa, otro de especias, hierbas medicinales y tinturas naturales. La avenida principal tiene puestos para satisfacer cualquier necesidad de consumo, desde el souvenir soñado a un cepillo de dientes 🙂

Para la hora de la comida, estando negados a consumir productos de ese mar que se revolvía a nuestro costado, volvimos al primer amor: el shawarma, siempre fiel. Por suerte abundan y en un nivel muy superior a todos los probados en los últimos meses. También le encontramos la vuelta a la ensalada marroquí, un clásico de todos los bares, una especie de salsa criolla (tomate, cebolla, morrones y a veces lechuga, todo picado bien chiquito), y allí donde todos ven una simple ensalada nosotros encontramos el relleno perfecto para un omelette o un sánguche. Y lo fantástico de Marruecos, que nunca te deja a gamba, sus sabrosísimos maníes y las ya mencionadas aceitunas… una verdadera lástima que falte el embutido y la birra que harían de este lugar el paraíso de la picada! Si andan con el paladar picarón y el bolsillo ajustado, hay un lugarcito entre muchos bares que vende los panqueques con miel y la sopa muy ricos y baratos ;).

riquísimos y baratísimos!!

riquísimos y baratísimos!!

Aparte de dar vueltas por la Medina, está la antigua muralla y sus bastiones de defensa, o Skalas, que le dan a cualquier vista de la ciudad un toque especial. No por nada fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 2001.
Essaouira tiene a mi juicio la densidad poblacional de gaviotas más grande del mundo. Y están hambrientas! Se las ve y escucha todo el tiempo en las cercanías del puerto donde esperan ansiosas el descuido de los pescadores o el momento en que éstos les ofrecen los restos de los pescaditos. Son grandes modelos para la fotografía, personalmente me obsecioné con sus sombras…

Gaviota... una de miles

Gaviota… una de miles

Una tarde, disfrutando un atardecer de esos increíbles, con el sol poniéndose en el Atlántico (raro…) y la luna llena saliendo por el otro wing de la plaza, un par de lugareños, entre otras cosas, nos recomendaron una escapada a Sidi Kouki. Un viajecito de 20 minutos en bus local (=muy barato) y llegamos a un pueblo de veinte casas, vecino a un parque heólico. Obviamente abunda el viento y los deportes que se nutren de él. Casi no pudimos disfrutar de la playa por la ventisca pero nos divertimos, conocimos un lindo lugar, vimos otro atardecer precioso y regresamos por la noche a nuestro nidito en la ciudad.

Deportes de agua y viento en Sidi Kouki

Deportes de agua y viento en Sidi Kouki

Después de ese comienzo bizarro, con el mar chocolatoso y la lluvia, fuimos amigándonos mucho con el lugar, tanto que nos encantó, y tanto nos encantó que perdimos la noción del tiempo. La hora cambió en el país y todos se enteraron menos nosotros!

luna llena en el atardecer :D

luna llena en el atardecer 😀

Sobre El Autor

Soy Vito. De raíz riojana y treinta y pico de años. Viví también en Córdoba, Mar del Plata, Buenos Aires. Viajé por Nueva Zelanda, Cuba, Italia, Bolivia y otra veintena de países más. Pediatra de vocación y formación, y en los ratos que me hago entre el trabajo “serio” trato de aprender algo nuevo (tejer, cocinar, fotografiar, hablar otros idiomas, lo que sea). Amante del yoga (a.k.a. “profesora”), curiosa ayurvédica. Estudio y trabajo con la salud y la enfermedad, pero a mí lo único que me curó fue viajar. Una vez sentí que era hora de poner los pies en la tierra… y lo tomé demasiado literal, quizás.

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