«En la semana (la pobrería mulata) se infiltraban en plazas y callejuelas de los barrios antiguos, con ventarrillos de cuanto fuera posible comprar y vender, y le infundían a la ciudad muerta un frenesí de feria humana olorosa a pescado frito: una vida nueva.»
Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera

Llegué a Cartagena desahuciada… mirando por la ventana del bus como se iban sucediendo paisajes que nada tenían que ver con la poco nítida imagen que me había inventado de esta mítica ciudad. Seré de los pocos viajeros que no tiene un fetiche especial con este lugar? Una ciudad más. Avenidas atestadas por el tráfico de las 5 de la tarde, edificios altos, llenos, desprolijos, gente con gestos de cansancio, como el mío. Sucia de varias horas de sol y noche en la ruta tratando que alguien nos lleve a dedo. Frustrada de haber tenido que volver a la vida de autobús y terminales. Llegando sin ganas de llegar a un lugar tan lejos de mi casa.

Siempre hay que tener la reserva del tanque lista. Aunque estábamos muy cansados, al llegar a Getsemaní, uno de los barrios más tradicionales, la batalla recién comenzaba: había que encontrar alojamiento económico para cuatro personas y un gato, Dana, Gastón y Lulo nos acompañaban. Nos habían dicho que en ese barrio estaban las opciones más baratas y los hostales, pero en este caso «lo más barato» no era tal para nosotros. Nos llevó unas dos horas de negociaciones con diferentes lugares, hasta que dimos con el Hotel Maroel y por fin llegó la tan ansiada ducha!

Toda la vida la voy a recordar Cartagena asociada a una sola palabra: CALOR! Unos agoviantes treinta y muchos grados fueron nuestra compañía constante. El disfrute se convirtió en un desafío! Los alimentos pasaron a ser casi exclusivamente frutas, en busca de hidratación y refresco. Y poco a poco los paseos fueron relegados a las horas del atardecer y la noche.

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Una de nuestras canciones favoritas sirve de introducción para describir Cartagena… «En los años 1600, cuando el tirano mandó, las calles de Cartagena, aquella historia vivó…». Resulta que los muchachos de los reyes católicos la tomaron y defendieron con furia de sus colegas piratas ingleses. Ante la amenaza de la naval más grande del mundo, se protegieron construyendo una muralla que rodeaba el centro administrativo, el barrio residencial de la gente bien y el barrio de los esclavo y trabajadores de la gente bien. Hoy, rotas esas cadenas hace muchos y no tantos años, esos estratos siguen visibles.

Dejando atrás la puerta de la Torre del Reloj, por entonces el único acceso de la ciudad, y dando la vuelta a la esquina, hoy salsera de «Donde Fidel», ya estamos en la Plaza de Aduanas donde Colón posa apacible al costado de la Alcaldía.

La ciudad amurallada es poéticamente hermosa, y casi ficticia. No porque no se pueda creer, sino porque la llevaron a un grado de conservación y atracción turística tal que parece como de plástico. Pero no lo es. Sus muros fuertes y golpeados por más cosas que el salitre y el viento guardan un encanto único.

El Portal de los Dulces, un buen recibimiento tras la Torre del Reloj

El Portal de los Dulces, un buen recibimiento tras la Torre del Reloj

Mil caras. Sus vendedoras curiosamente uniformadas con los colores patrios, los que llevan los carros a caballo, de etiqueta, con luces de neón y teléfono celular… algo me dice que no se parece en nada a lo que alguna vez fue, pero será idéntico a lo que todos quieren encontrar?

En las bóvedas, alguna vez se guardaban municiones y armas para defender de los piratas y demás amenazas, hoy se ofrecen productos en serie, serialmente «artesanales», a los mismos extranjeros que ya no llegan a llevarse riquezas sino a dejar divisas.

Encantos de noche

Encantos de noche

Si hay suerte de estar en fin de semana, los sábados por la noche las iglesias se inundan de galas matrimoniales y se pueden visitar gratuitamente en los horarios de misas. La Iglesia de Clever  como un imán nos atrae por la imponencia de sus cúpulas. Pero don Clever, luchador por los derechos de los esclavos en su tiempo, es considerado un santo, y un día se les ocurrió sacarlo de su lecho definitivo para homenajearlo en una urna siempre a la vista. Y ahí está… exhibido en curiosa (innecesaria?) atracción.

 Aquí cada calle tiene su historia, cada cuadra un protagonismo único. Los nombres cambian en cada esquina. Y cada iglesia tiene su respectiva plaza. La particularidad de la Catedral es que está de costado a su parque, lo que dificulta la visión y fotografía de su fachada en todo su esplendor. La plaza se desmarca de la basílica y toma el nombre de un viejo conocido para nosotros, Simón Bolivar. Balcón y placa conmemorativa para él.

La Iglesia de Santo Domingo es la más antigua, guarda el milagroso Santo Cristo de la Expiración. Y por milagro del arte, justo en frente de su puerta está Gertrudis, una obra de Botero que ofrece lo mejor de sí a la institución eclesiástica. Dicen que trae buena suerte tomarse una foto tocándole un seno…

Una de las tantas otras caras de Cartagena es el barrio paquetísimo de Boca Grande. La pequeña Miami, al final del malecón, no fue un destino de nuestros paseos. Nos llegaban noticias que sus playas no eran ni lindas ni prósperas para nuestro pequeño negocio de postales y artesanías, así que lo dejamos de lado en nuestro itinerario de paseos, que preferían sobre todo los barrios de San Diego y Getsemaní.

Casi opuestos, el primero de clase refinada, bohemio, intelectualoide y multicultural. Arreglado y prolijo, para la foto perfecta en cada esquina y balcón. Cafés y pequeños restoranes gourmet, calles tranquilas y circuladas por algunos vehículos cargados de turistas que sacan fotos desde la ventanilla en cada intersección. Hoteles boutique perfectos y limpios. El segundo, Getsemaní, el barrio tradicional de los obreros, de los que hacían posible que todo lo demás brille. Allí se plantaron los hostales y pensiones para mochileros, pero de a poco todo se va fundiendo en el gran magma de la industria turística… Por surte aún nos queda la plaza de la Trinidad… Nuestro lugar favorito por lejos. Por la noche llegan las tías con sus carros ambulantes a preparar las más suculentas hamburguesas, una tienda estratégicamente ubicada vende la cerveza bien fría, y a los pies de las puertas cerradas de la Iglesia, los muchachos del barrio improvisan un picadito, así, en patas no más.

El infierno de Cartagena tuvo su buena recompensa y un buen día levantamos nuestros petates y nos fuimos a la Playa Blanca, la linda. Pero seguíamos siendo nosotros y teníamos que ir por el lado B, por lo bajo. No en el barco que sale del puerto, con música, animador y paseo por las Islas del Rosario. No. Nosotros pasamos por el hediondo mercado de Bazurto, nos trepamos al bus y llegamos a Pasacaballos donde buscamos un «ferry» que nos llevaría más cerca del cielo. El tal ferry era un tablón que por la magia de la física flotaba y llevaba gente y algunos vehículos pequeños. Del otro lado, cruzando unos escasos metros, el corto viaje nos depositó en bandeja para los voraces moto-taxis que se nos abalanzaron con ofertas increíbles. Increíble que piensen que íbamos a pagar todo lo que nos pedían! Hay que pelearles duro, siempre te van a decir que ese precio que le ofreces ya no va más. Pero va. Y fuimos.

Yujuu

Yujuu

Caminamos por la playa con la carpa al hombro y don José nos llamó desde su silla. No había que negociar nada. Él duerme en su carpa junto a su kiosko donde vende bebidas y alquila reposeras. Compañía no le molestaba y con el calor se aseguraba unos clientes fieles.

Lo demás fue (y debe ser) ver la vida pasar. Disfrutar de un paisaje de folletín, la temperatura ideal del agua, de día o de noche. Comerse una ensalada de frutas, un poco de atún enlatado, mucha agua, alguna cerveza de José. Pasear un poco para allá, hasta donde están las cuevas y hacer de cuenta que no vemos a los que se escaparon a una sesión privada de nudismo. Caminar otro poco para el otro lado, robar naranjas de una finca, se lo merece por estar comprando terrenos donde no pertenecen. Imaginar los futuros resorts que van a imitar al Decameron que está del otro lado de la ciénaga, porque la lucha de la gente de Barú está casi perdida y esta playa como la conocimos tendría sus días contados. Contados desde antes también porque la basura es tanta que la tierra no la resiste. El agua tampoco. Hay muy poca agua y casi nada de electricidad, salvo por las noches que algunos hospedajes ponen sus bares en la mejor ambientación para que alguno caiga en la tentación de pagar 10 mil pesos por una hamburguesa. No, nosotros no, nos vamos más allá de la oscuridad hasta lo del loco de las hamburguesas de lentejas, como para comer algo distinto.

Cerca de las cuevas

Cerca de las cuevas

Un (no tan) buen día tuvimos que dejar este rincón de arenas blancas y la sigilosa compañía de Don José. Se terminó playa blanca y de ella nos alejamos en el vaivén del barco que conseguimos a precio de remate (volver es más económico que llegar). El animador nos iba detallando las breves historietas que pudo sobre una estatua en el mar, los fuertes que se alcanzaban a ver, y el muelle de Cartagena nos recibió para que le demos una última vuelta a la ciudad y sus encantos.  No lo sabíamos del todo pero lo sospechábamos, estabamos dejando atrás más de 7 meses de paseos caribeños. El calor no se nos iba a despegar del cuerpo por algunos días más, y la paleta de azules turquesas quedará para siempre en nuestras retinas para odiosas comparaciones, con varios recuerdos de los que dibujan sonrisas.

Sobre El Autor

Soy Vito. De raíz riojana y treinta y pico de años. Viví también en Córdoba, Mar del Plata, Buenos Aires. Viajé por Nueva Zelanda, Cuba, Italia, Bolivia y otra veintena de países más. Pediatra de vocación y formación, y en los ratos que me hago entre el trabajo “serio” trato de aprender algo nuevo (tejer, cocinar, fotografiar, hablar otros idiomas, lo que sea). Amante del yoga (a.k.a. “profesora”), curiosa ayurvédica. Estudio y trabajo con la salud y la enfermedad, pero a mí lo único que me curó fue viajar. Una vez sentí que era hora de poner los pies en la tierra… y lo tomé demasiado literal, quizás.

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