Y sí, finito era. Fino* también, a lo venezolano. Estuvimos más de 6 meses circundando lugares que tenían algo en común, aparte de lo latino… estaban, pasos más, horas menos, en el Caribe. Y se nos estaban acabando! Venezuela, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, todo eso había quedado atrás. Estábamos en Colombia, y hacía calor, como en casi todos los días de este viaje. Y por eso, y por otras cosas, nos fuimos derechito a la Costa Atlántica, a Santa Marta primero, pero no nos gustó. El peso de las primeras impresiones y nuestra creciente fobia a las grandes urbes nos sacó disparados a su satélite más cercano: Taganga.

Cerro que termina en mar

Cerro que termina en mar

Es que sólo una busetica es la que necesitás para llegar ahí y cambiar la ruidosa ciudad por un tranquilo pueblo de pescadores, que de tanto en tanto convulsiona por el alcohol o las drogas. El caminito corto y contorneado cruzando el cerro impone que el vehículo sea pequeño. Ya nos acostumbramos a que cualquier tipo de rodado pueda servir para transporte de pasajeros. También nos acostumbramos a que el método de pago es muy cambiante, me pone un poco nerviosa, hay que pagar al subir o al bajar? Nos cobran lo mismo que a todos? Entramos con las mochilas? En esta oportunidad, no. Entonces hay que negociar un taxi y resulta que nos sale más barato! Estamos todos locos, también nos acostumbramos a eso. Adaptación.

Adaptación también es la que tuvieron que tener, un poco a la fuerza, los pobladores del pueblo. Están siendo invadidos poco a poco por toda clase de emprendedores/inversores. Desde los nobles colombianos que buscan este horizonte para poner su negocio y sumar un hombro más a la lucha por salir adelante contra las inclemencias de los mafiosos del agua, hasta los foráneos que interrumpen el paisaje natural con construcciones faraónicas all inclusive. Todavía se puede adivinar la bohemia que puso a este lugar en el mapa e itinerario de viejos jipis y mochileros, cuatro calles, más enarenadas que asfaltadas, playas atestadas de botes y sus redes, una iglesia con su pequeña plaza ymuchas cuevas de pocas luces y salsa bien fuerte.

Uno de mis rincones favoritos del pueblo estaba muy cerca del hospedaje de Valentina e Iván, donde pasamos dos semanas como parte de la familia casi. Sobre un extremo del malecón, unas gradas en semiluna hacen sospechar un espacio de usos múltiples. Un anfiteatro de cara al mar. Y allí encontramos una noche un espectáculo donde se dieron cita algunos destacados de la cultura local. Un poeta, un guitarrero y su hijo cantor, niños de un cuerpo de baile vestidos con brillos. Era de la gala el asunto por lo que, todos de pie, tuvimos el placer de oír el Himno de Taganga, con un ritmo que antes que solemne era pegadizo y me recordaba una canción de Piñón.

La música estaba en Taganga. Muchos mochileros llegan al pueblo y sacan sus instrumentos (y sus gorras). «Acá todos (los viajeros) tocan algo, así que hay que ser creativo» me dijo un chileno que nos guiaba por el malecón hacia donde estaban los hospedajes más económicos, mientras vendía empanadas. Y tuvimos que ser creativos, no sólo por la mucha competencia que nos esperaba en cuanto a viajeros-vendedores-de-algo, sino que se sumaba algo más, el cliente colombiano no suelta el billete fácilmente.  Las postales las ofrecimos tímidamente en el Rodadero, en Santa Marta, como debut de nuestro negocio en este país. El Rodadero es un suburbio que se encuentra hacia el… sur-oeste (?) y al que se llega fácil y rápidamente en buses locales también, por 1200 pesos. Una mezcla de balneario y barrio residencial exclusivo donde el paisaje se asimila al marplatense con altos edificios de departamentos y resorts frente a la costa. La playa es algo angosta, abundan turistas y vendedores por igual. El agua más cálida e igual de serena que en Taganga. Allí conocimos a Rodrigo, un chef cordobés que andaba mochileando. Restoranes y bares lo han tenido en sus cocinas y así encontró una buena forma de autosustentar su modo de viaje. Con una alta dosis de humor cordobés y nostalgia argenta nos dejó listos para hacer nuestro primer intento de vender fotos en la playa cara a cara. No fue fácil encontrar un potencial cliente sin otro vendedor de bebida-comida-artesanía-tour-o-lo-que-sea encima. Rápidamente caímos en cuenta que el consumismo venezolano había quedado atrás. Nos rechazaban desinteresados a tiempo récord con lo que nos vimos obligados a reducir el verso a “Hola, somos fotógrafos, te interesaría ver nuestro trabajo?”, y así conseguimos vender nuestra primera postal. Y la única. El mercado colombiano se presentó hostil. 

El Rodadero, Santa Marta

El Rodadero, Santa Marta

Ya en Taganga la cosa cambió. En el hostal también se hospedaron Gastón y Dana (les damos la bienvenida al blog, ya que van a aparecer varias veces más!) y todos juntos nos sumamos a la feria que se instalaba en el malecón todas las noches. Macramé, postales, atrapasueños, trenzas, rastas… cualquier cosa se vendía con tal de poder pagarnos la birra de la noche. Pero necesitábamos algo más que unas birras, así que con Mariano salíamos a aprovecharnos de los lujuriosos atardeceres que se pintaban en el mar y ponían a la gente de buen humor… y con ganas de gastar algunos manguitos. Así, de a poco, nuestra economía fue in crescendo y nos permitió autosustentar la estadía tanganguera.

Para repartir actividades estando aquí, a no olvidar qué es lo que le da vida al pueblo, la pesca. El calor sofocante del día invita a buscar el agua de mar, casi instintivamente. Hay que saber que en las playas escasea la sombra. Playa Grande es la más popular, a unos 10 minutos caminando por el árido cerro (casi cubierto de basura), y como es la más concurrida, si hace mucho calor o es fin de semana puede que esté súper saturada de gente (en la arena y el agua). Entonces una buena opción es bajar a la playa que vemos en medio del camino, «la de los pescadores». Y como su nombre lo indica allí están los hombres de redes dejando pasar el tiempo. No dejan mucho espacio en el agua para los terrícolas acalorados, pero vale la pena el espectáculo a la hora de retirar las redes. Una veintena de hombres y niños tirando sincrónicamente las varias toneladas de fresca y valiosa mercancía. A continuación, con la caída del sol, el espectáculo se muda a los primeros metros del malecón (ahí, cerca del anfiteatro), donde esos y otros muchos pescadores arman su propia feria. Ahí nos encanta ser clientes! Bichos de colores, contexturas y tamaños diversos, para todos los gustos y bolsillos. Desde lo que se regala a lo gourmet… permítanse gastar entre 5 y 7 mil pesos por cada libra de esta delicia. Fueron varias cenas de pescado a las brasas y de dedos chupados.

En esto del deseo, no estamos solos...

En esto del deseo, no estamos solos…

Pero, ¿cómo fue que llegamos a Taganga? Casi de casualidad, luego de una ida frustrada, y otra realizada, al Parque Tayrona. Desde Santa Marta junto a unos amigos de Mariano que habían llegado de vacaciones, y cuyas identidades no puedo revelar, nos hicimos de todas las provisiones de latas y agua suficientes para pasar algunos días en el famoso Parque Nacional. Nos tomamos un bus en el Mercado que por 6 mil pesos nos dejó en la entrada sobre la ruta. La lluvia torrencial había acompañado los últimos kilómetros del viajecito, de casi una hora. Esperamos un largo rato bajo el techo de uno de los restoranes y el clima no dio indicios de querer mejorar. Los que venían saliendo del parque, con caras largas de fastidio y cansancio nos decían en un argentino básico “ni vayan, yo me quiero ir a la m…”, les había llovido todo el tiempo, estaban empapados y embarrados. Pegamos la vuelta. Al día siguiente el sol radiante en la Costa nos convenció de hacer un nuevo intento con el Parque. Esta vez, a pesar que lloviznaba al llegar a la entrada, nos mandamos igual.

El ingreso, a pocos metros de la ruta, es un control donde hay que registrarse con nombre y nacionalidad, y pasar por la evaluación de los materiales… Nosotros entrábamos caminando y nos reprobaron el agua en bolsa plástica y el cuatro. Las bolsas plásticas no están permitidas y los instrumentos musicales “alteran los hábitos del ecosistema”. Al agua tuvimos que repartirla en botellas de plástico (igualmente contaminantes, no? «pero reutilizables» me retrucó el guardia mientras a mí me subía la bilirrubina). El tema es que los que entran en transportes contratados desde las ciudades vecinas, como bajan a registrarse dejando el equipaje en el vehículo, pasan con todos los elementos que quieran. Algunos metros más adelante está la boletería donde tuvimos que dejar dolorosos 37 mil pesos cada uno. de un tiempo a esta parte el Gobierno Colombiano negoció sus Parques Nacionales con empresas extranjeras, algunos son más rentables que otros. Los menos rentables, quedaron en manos oficiales y son los gratuitos (los menos), otros tantos, como el Tayrona son más vendibles y por ende bien explotados.

El Parque Tayrona es un amplia área de 15 mil hectáreas entre mar y tierra firme donde se puede tener una muestra de la mundialmente reconocida y vasta biodiversidad colombiana. En tierra, los manglares y otras muchas y misteriosas plantas, son hogar de aves curiosas y de sonidos únicos. Aquí la belleza de este lugar, ya que para llegar a cualquiera de los puntos playeros o de alojamiento hay que caminar y caminar en medio del bosque. Les sugiero que guarden los auriculares para otro momento, porque este paseo tiene su propia banda de sonidos y estímulos.

Tomamos el sendero de Arrecifes, que lleva a varios lugares de camping luego de algo más de una hora caminando entre el bosque tropical y visitando algunas playas. La lluvia de los días previos hacía del barro un protagonista líder e incluso buena parte del sendero final estaba directamente bajo el agua, con lo que es recomendable llevar calzado adecuado y pantalones cortos. O mojarse sin chistar!

Nuestro camping elegido fue El Paraíso. 10000 pesos por persona para acampar, también se pueden alquilar carpas en el lugar o hamacas. Hay baños con duchas, y un restorán que sirve desde el desayuno a la cena. Hay mucha pica entre los campings y cada uno habla muy mal del otro, pero son básicamente lo mismo, éste me pareció más tranquilo, un buen lugar para descansar y con servicios aceptables. Hay unos más económicos pero sin baños, y otro muy famoso en Cabo San Juan. Para llegar allí hay que caminar otros 40 minutos, el sendero es más difícil si se lleva todo el equipaje, pero es el más popular y de ambiente más fiestero. La playa allí es la más linda. Estando en El Paraíso, la caminata hacia San Juan es linda y relajada, incluso en las partes en las que el barro se cuela entre los dedos de los pies. Me gustaba tanto esa sensación que empecé a dudar de haber tenido una infancia lo suficientemente sucia… Hay que tener cuidado de las enormes y multitudinarias hormigas coloradas que pican bien duro. Los famosos monos aulladores y la mayoría de los más de 100 especies de mamíferos que habitan la Reserva brillaron por su ausencia en nuestra corta estadía.

En el Cabo San Juan, Parque Tayrona

En el Cabo San Juan, Parque Tayrona

Las incomodidades propias del acampe y en condiciones climáticas desfavorables hicieron a nuestros amigos, que intentaban disfrutar vacaciones paradisíacas y playeras, decidir la evacuación del Parque en el segundo día. Querían regresar a Cartagena y nosotros debíamos acompañarlos a Santa Marta para hacer un traspaso de equipaje que nos liberaba de varios kilos. Favores son favores, así que abandonamos el Parque antes de lo que nos hubiera gustado. De todos modos, no nos deslumbró como esperábamos, tal vez por su excesiva comercialización o porque aún estaba fresco en nuestra retina el recuerdo de los Parques costarricenses que por la mitad del precio ofrecen casi lo mismo (o incluso mejor preservado), y donde habíamos tenido mejor suerte con el sol.

Este rincón de la Costa Colombiana es muy popular por todo esto, llegan desde todo el país y el mundo. Santa Marta es una gran ciudad y encontramos mejor nicho pasando días y noches en Taganga, más pequeño y cálido, desde donde podíamos ir a la ciudad fácilmente (si queríamos).

Ay mi Taganga...

Ay mi Taganga…

El agua cambió, la arena cambió, la gente cambió… era inminente… nos empezábamos a despedir del Caribe, pero aún quedaba un poquito más.

*Fino: venezolanismo, indica que algo está bueno.

Sobre El Autor

Soy Vito. De raíz riojana y treinta y pico de años. Viví también en Córdoba, Mar del Plata, Buenos Aires. Viajé por Nueva Zelanda, Cuba, Italia, Bolivia y otra veintena de países más. Pediatra de vocación y formación, y en los ratos que me hago entre el trabajo “serio” trato de aprender algo nuevo (tejer, cocinar, fotografiar, hablar otros idiomas, lo que sea). Amante del yoga (a.k.a. “profesora”), curiosa ayurvédica. Estudio y trabajo con la salud y la enfermedad, pero a mí lo único que me curó fue viajar. Una vez sentí que era hora de poner los pies en la tierra… y lo tomé demasiado literal, quizás.

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