Hasta aquí en mi viaje habían sido buenos por conocer, y no defraudaron: el mar de Koro, el mar de Tasmania, mar de China Meridional, la Bahía de Bengala, el Mar Mediterráneo, el Mar del Norte y la Costa Atlántica marroquí. Pero en este viajecito de tanto tiempo llegó un buen día en el que se empezaron a repetir figuritas en mi álbum. El Caribe y yo nos conocimos en enero de 2009, en Cuba. Primero desde el malecón y la Havana y luego en el infaltable all inclusive de Varadero. Yo estaba feliz, era un sueño hecho hecho realidad, estar en esa mítica isla de historia viviente, y encima pasar unos días de regocijo pleno en esas aguas que hasta el momento sólo había visto como irreales en esos folletos y publicidades de una vida mejor. Arena blanca, aguas turquesa… esa es la imágen que yo tenía del Caribe.

No hacía ni tres días que habíamos regresado a América, que estábamos en la ardiente y revolucionaria Venezuela, y ya nos estábamos tomando la primera buseta hacia la playa. A pocos kilómetros de Caracas, pero muchas horas por el caótico tránsito, está Choroní, famosa por embrujar viajeros. Hay que ganárselo: la buseta que montamos desde Maracay se aventura durante dos horas (promedio) por un sinuoso camino de montaña donde la mayoría del tiempo no caben dos vehículos. El método de los choferes kamikazes es simple, el bus decorado con estridentes luces de neón, por dentro sistema de audio-video al máximo volumen soportable (por los locales, para nosotros se hacía insufrible!), y bocinazo limpio ante cada curva cerrada seguido de un apretón al acelerador. Nuestra primera aventura fue en el inicio de un fin de semana largo, no cualquiera, el último del año y el siguiente a las elecciones presidenciales. Los jóvenes venezolanos habían copado la nave ávidos de algarabía, armados hasta los dientes de alcohol y cada canción de salsa, regetón o afín, se festejaba como si fuera el hit del verano. Después de 9 meses, esta dosis de latinidad me venía como anillo al dedo!

No sabemos cómo pero esa vez y todas las demás, sobrevivimos al viaje, y sin vomitar ni una vez (pero con todas las ganas siempre), llegamos sanos y salvos a Choroní… Puerto Colombia más precisamente, que es el sitio más cercano a las playas, el malecón y el pequeño puerto.

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Cuenta la leyenda que los argentinos nos enamoramos fácilmente de Chorní y quedamos atrapados entre maleconcito y Playa Grande sin salir por meses. Que las hay, las hay: en tres meses venezolanos fuimos más de cuatro veces!

Aquí se dan varias cosas únicas: hay un hostal (quizás el único del país) con todo lo que un mochilero espera, dormitorio, cocina, espacio común. Pero la realidad es que el precio no difiere mucho de una habitación privada en una posada, y comprar para cocinar en este rincón es particularmente más caro que en el resto del país. La opción más económica es tirar la carpa en algún camping, casa que se preste a tal fin o simplemente la playa, improvisar un fuego y cocinar algo allí. Los argentinos que se divisan en la playa o calles del pueblo vienen, en general, en forma de jipi-artesano, al saber que nosotros somos argentinos todos nos preguntan qué vendemos… luego de nuestro paso por Barquisimeto la respuesta fue: postales de nuestras fotos!

En los días de semana todo transcurre con calma, casi en silencio y paz. Pero los findes la historia cambia. Llegan desde lugares cercanos (raro un venezolano que viaje más de 3 o 4 horas a un lugar), con sus cavas (=conservadoras, heladeritas portátiles) repletas de alcohol y se instalan en la playa a pasar el día. Nosotros, ingenuamente, cuando planeamos la venta de fotos en la playa se nos ocurrió hacer algunas en formato señalador de libros, ya que tenemos incorporada la asociación playa= leer un libro… el resultado en Venezuela fue que nos quedamos con todos los señaladores intactos. En nuestras numerosas visitas a diversas playas solamente divisamos dos libros en los tres meses, uno de una turista argentina y otro del embajador alemán.

Por la noche el malecón se divide en tres partes: en una punta los artesanos, en el medio toda la pendejada que sigue bebiendo junto a sus autos que se disputan el primer puesto del volumen más alto, finalmente en el extremo más cercano al puerto la tradición. Los tambores: dos largos troncos ahuecados, emparchados, algunos redoblantes y muchos hombres alrededor. Se tocan los parches con las manos y los troncos con palos. El palpitar es fuerte y se siente en cada fibra. Un hombre toma la posta del canto, tira al aire una frase y la gente debe repetirla en coro. Si la gente no responde, el orgullo del pregonero se ve tocado y se esfuerza cada vez más en conseguir la respuesta de su público. Arengan a la gente a que continúe el coro, cantan, gritan, dan saltos en el aire y se bañan en ron. Los percusionistas están en su propio trance y reciben las bendiciones etílicas en boca de las botellas y vasos de la gente que así les da su aprobación.

Percusionistas en trance

Percusionistas en trance

Alrededor el espectáculo no es menos llamativo, el baile. Mujeres y hombres se suceden en una danza-rito de seducción, o casi apareamiento. Las caderas endiabladas y abismales de las mujeres provocan los más obscenos movimientos de las pelvis masculinas, mientras se sostienen miradas fijas y desafiantes. También es una competencia. En un pequeño circulo formado por la multitud sólo baila una pareja, por un intenso momento, hasta que otra señorita a culazo limpio quita a la hasta entonces protagonista de la escena y se queda seduciendo al muchacho de turno. Éste también puede ser desplazado por otro o bien ser duramente reprobado por la dama en cuestión quien con un gesto de «¿no puedes hacer algo mejor, chamo??» lo quita de un empujón y desafía al siguiente. Todo en conjunto es un ritual surrealista.

En pleno baile de Tambores. Observen la expresión de la mina... el muchacho está a punto de ser "eliminado"!

En pleno baile de Tambores. Observen la expresión de la mina… el muchacho está a punto de ser «eliminado»!

Pero, mis amigos, los tambores tienen su dueño, y cuando a él le parece que ya fue demasiado trae su carretilla y se lleva los troncos. La multitud se disipa lentamente como si nada, y nosotros encontramos otros rincones donde seguir con las cañas. En un bar muy cerca del malecón conocimos buenos amigos viajeros, músicos, con quienes pasamos noches, tardes, tragos, comidas, camping, hostel, playa y más. Choroní definitivamente tiene algo… y no es sólo el Caribe, no es el pan de arequipe (=dulce de leche!) de la panadería alemana que está cruzando el río, no es tomarse una lancha a Chuao y probar el mejor cacao (y por ende, chocolate) del mundo, no es el ambiente relajado de sus calles coloniales, o la convulsión de caderas y tambores… o sí, es todo eso.

Sobre El Autor

Soy Vito. De raíz riojana y treinta y pico de años. Viví también en Córdoba, Mar del Plata, Buenos Aires. Viajé por Nueva Zelanda, Cuba, Italia, Bolivia y otra veintena de países más. Pediatra de vocación y formación, y en los ratos que me hago entre el trabajo “serio” trato de aprender algo nuevo (tejer, cocinar, fotografiar, hablar otros idiomas, lo que sea). Amante del yoga (a.k.a. “profesora”), curiosa ayurvédica. Estudio y trabajo con la salud y la enfermedad, pero a mí lo único que me curó fue viajar. Una vez sentí que era hora de poner los pies en la tierra… y lo tomé demasiado literal, quizás.

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